- Digues-me que vols que sigui, i ho seré per tu.
- Ets boja Marta?
- Podria ser-ho.."


martes, 18 de octubre de 2011

Erase otra vez.

Esta semana ya he atravesado por una docena de estados emocionales distintos.
Paso  del enfado a la ira, del cabreo  a la rabia, de la rabia a la resignación y de ésta nuevamente a la ira.
No tengo en casa ayuda de ninguna clase. Hay una falta total de entendimiento con mis   hijos en cuanto a las tareas domésticas. Estoy hasta las narices.
Acabo de venir del trabajo, son las tantas de la noche, hora casi de cenar y abro la puerta  con una mezcla de certeza y de miedo imaginando  como  la voy a encontrar.
A los perros los oigo ladrar en el garaje. Eso significa que mis hijos han tenido compasión por los pobrecitos y les han permitido que entren a defecar a cubierto y que los satánicos chuchos obtengan su cupo de diversión arañando, un poco más,   la de por sí  destrozada puerta del parking.
Solo entrar en el recibidor ya noto una oleada de cólera que pugna por salir en forma de exabrupto. Los malditos canes han dejado esparcidas tal cantidad de briznas de seto, hierba y otros restos orgánicos, como para llenar una maceta.
- Sara, cálmate. – (Me digo).   Pero sé que todavía no he visto lo peor.
Entro en el garaje. Ahora sí tengo certeza de que estos dos canes son el cruce entre una cabra y el perro de Baskerville. Los hijos de perra han destrozado la bolsa de basura que mis hijos han olvidado tirar y han reducido a confeti todo su interior y como todo este trajín les crea  descomposición  han dejado  tres legados escatológicos, tiernos, calientes y espantosamente pestilentes.
       -¡¡Oscar!!   ¡¡Sergio!!  ¡Os mato!
Pero no hay nadie en casa.
Dejo el bolso en el banco del distribuidor y entro en la cocina.
Aquí son mis hijos quienes han dejado sus huellas.
Puedo saber exactamente lo que comen con solo ver los restos. Han merendado cereales con leche. La caja está encima de la mesa, por supuesto abierta, para que queden  bien resecos. A la leche le han añadido cacao,  están los grumos  pegados bajo los vasos, en las cucharas y en un perímetro de unos  quince centímetros  alrededor de la merienda y de  las servilletas.
Pongo la vajilla en el fregadero y la leche en la nevera y paso la bayeta humedecida por encima de la mesa.
Voy a relajarme mirando un  poco la tele. La visión del comedor me sobrecoge.
Las zapatillas de deporte están en el suelo  junto con los cojines y dos envases de Dun Up. En estado casi hipnótico  recojo la ropa y los llevo al cuarto de Sergio.
De no ser porque estoy acostumbrada, habría salido de mi garganta un grito espeluznante.
Esta mañana en donde ahora hay un campo de batalla, había una habitación que olía a limpio, fregada, y ordenada. Ahora parece que haya sido visitada por un ejército de bárbaros y huele a Tigre que tira de espaldas. Por un momento pienso en arreglarla,  pero reacciono, me hierve la sangre o la mala leche y me rebelo a mi papel de criada.
¿ Donde narices están esos críos? ¿Por qué no contestan a mis llamadas?
A medianoche hacen su entrada.
Después de unas escuetas - Buenas  noches-  intentan ir directamente a su cuarto. 
¡Ah no!  No he estado esperando impacientemente  a que llegaran para no poder ahora desahogarme poniéndome  histérica. Pero la verdad es que estoy cansada.
      -    Sergio, mañana hablaremos. Tienes una habitación que parece una cuadra. -
-          Mañana, la ordeno.-
-          Eso, mañana.  Anda, vete a la cama si eres capaz de encontrarla.
Más tarde en mi habitación  rompo a llorar. Primero son sollozos y al momento un llanto incontrolado. Al rato de  derramar lágrimas  me tranquilizo. Ya estoy relajada.
-          Mama, estás bien?.
Es Sergio. Los chinches de su habitación no le dejan conciliar el sueño. 
     - Si hijo. No pasa nada.-
Me da un beso de buenas noches. Y promete como Scarlett O´Hara, que no volverá  a ocurrir.
Pero sé  que volverá a pasar, y tan pronto que será mañana.
  ¡La madre que los parió! Reniego en voz alta.
Me meto en la cama y apago la luz. Al minuto Morfeo me abraza.